Pregón 2011


Pregón pronunciado por el Excmo. y Rvdo. Sr. Obispo de Plasencia, Lic. D. AMADEO RODRÍGUEZ MAGRO, el día 9 de abril de 2011, en el Teatro Cervantes.

Hermanos sacerdotes, consagradas, señor alcalde, autoridades…
Hermanos Mayores, Juntas de Gobierno, cofrades todos de la Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno y Nuestra Señora de las Angustias y de la Cofradía de la Santa Vera Cruz, señoras y señores:

ASÍ NACIÓ EL PREGÓN
Aún recuerdo muy bien la conversación que mantuve con una comisión de ilustres bejaranos, cuando me visitaron para ponerme al día de que llegaba para ellos y para esta ciudad una fecha emblemática: 600 años de la fundación de la Cofradía de la Santa Veracruz. Conocidos los detalles, recuerdo que me emocionó saber que, según una creíble tradición, en el origen de esta ilustre y veterana institución estaba el gran santo predicador, San Vicente Ferrer. Y le di gracias a Dios porque su predicación hubiera dejado huellas espirituales en la diócesis. Por el ardor misionero de este dominico, los fundadores de esta cofradía crecieron en amor a la cruz, en la que aprendieron a vivir la caridad como expresión de su devoción y su fe. Cruz y caridad estaban unidos en los orígenes fundacionales, del mismo modo que lo estaba también el deseo profundo de fomentar la devoción al leño bendito en el que murió Nuestro Señor Jesucristo, que siempre es el móvil espiritual de la Vera Cruz.

Que aceptara la propuesta que, por sorpresa, me hicieron: ser pregonero de esta Semana Santa Jubilar. Casi a ciegas, fiado en que aún quedaba mucho tiempo y sobre todo cegado por el afecto a esta ciudad, acepté tan amable invitación sin medir las consecuencias. Y aquí me tienen, señoras y señores, ante un género que no domino y, por tanto, que me provoca cierto temor y temblor.

Si les cuento estos detalles es para que rebajen su interés ante mis palabras; pues entiendo que mi condición de Obispo puede despertar una expectación más allá de la habitual. Y, sobre todo, porque quiero que sepan que este año les pregona la Semana Santa alguien que sólo se presenta ante ustedes como un creyente. Si al final he aceptado ser pregonero es para confesar que en este acto mi fe en Jesucristo, muerto y resucitado.

También les digo que he procurado redactar este texto dejándome llevar por el fluir de un impulso interior, el de la fe. Me dije al empezar: a dónde me lleve mi pluma, a dónde me lleve mi fe. Y así lo he hecho, pero no sin haber sentido, sufrido y también gozado al meditarlo y escribirlo. Lo que sí les digo es que estas palabras tienen alma.

Con lo hecho, estoy aquí para compartir con todos ustedes una aventura: entrar con la sencillez de un niño y con la madurez de un adulto en unos hechos que tienen mucho de ternura, pero que también son un cruento combate en el que se suceden y se encuentran el dolor y la pasión, hasta que, por fin, la victoria se muestre en todo su esplendor. Para estar en ellos con la actitud propia de un creyente, les hago una propuesta: al escuchar mis palabras, hagan lo que les he pedido a todos los diocesanos en una reciente carta pastoral: “mantened los ojos fijos en el Señor”, decía. O hagan también lo que nos pedía Juan Pablo II: dispónganse “a tocar sus llagas, a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte y a postrarnos humildemente, como Santo Tomás, ante Cristo Resucitado, en la plenitud de su divino esplendor y exclamar: ¡Señor mío y Dios mío! (cf. Jn 20,28).

SITUADOS FRENTE A LA CRUZ
Les invito entonces a situarse frente a la cruz de Cristo, centro de todas las miradas. Como nos cuentan los evangelistas, ante la cruz siempre son posibles dos actitudes: la de los que confiesan su fe y la de los que la rechazan. Desde el principio la cruz ha estado en el punto en que las almas se separan: uno de los ladrones implora la gracia del perdón, mientras que el otro rebosa odio; unos se ríen de Jesús y otro, el Centurión, declara que es el Hijo de Dios.


Y más tarde, cuando la cruz es ya un signo de identificación para los cristianos, San Pablo nos dice que en su generación, para los cristianos es fuerza y sabiduría, pero para judíos y gentiles es respectivamente escándalo y necedad. Y como nada ha cambiado, este proceso continúa: para unos la cruz es camino de santificación y otros quisieran hacerla desaparecer, porque hasta su misma silueta les molesta. De momento, con buen juicio, el tribunal de Estrasburgo ha dicho que no estorba; pero quien sabe hasta cuándo. Todo va a depender del equilibrio entre el fervor de los que la aman y la tenacidad de los que la rechazan.

Pero hoy no toca poner a prueba esas dos tendencias, hoy toca contemplar el misterio de la cruz y después que cada uno decida. Para ponerle belleza a nuestra mirada al Cristo elevado que quiere atraernos a todos hacia Él, le pediré prestados estos bellos versos al poeta León Felipe:

Nada se ha inventado sobre la tierra más grande que la Cruz. Hecha está la Cruz a la medida de Dios, de nuestro Dios. Y hecha está también a la medida del hombre… Hazme una Cruz sencilla, carpintero… sin añadidos ni ornamentos… que se vean desnudos los maderos, desnudos… y decididamente rectos: los brazos en abrazo hasta la tierra, el astil disparándose a los cielos… que no haya un solo adorno que distraiga de ese gesto, este equilibrio humano de los dos mandamientos… Sencilla, sencilla… Hazme una Cruz sencilla, carpintero. Aquí cabe crucificado nuestro Dios, nuestro Dios próximo, nuestro Pequeño Dios… Aquí cabe ¡crucificado!... en esta Cruz… Y nuestra pobre y humana arquitectura de barro… cabe… ¡crucficada también!

Por eso, al contemplar a Jesucristo en la cruz, que se entrega por nosotros, sólo podemos decir: “Dios es amor” (cf. Benedicto XVI, Deus caritas est). La cruz muestra la victoria del amor. La cruz, en efecto, es la máxima epifanía del amor que se da: el Hijo se pone en manos del Padre, por amor, y por amor se dan los dos a los hombres.

CON LAS IMÁGENES DE LA SEMANA SANTA BEJARANA
Pues bien, con los ojos fijos en el Señor crucificado, les invito a recorrer la experiencia de la Semana Santa bejarana. La “Borriquilla”; El Jesús “amarrao” a la columna; Jesús orando en el Huerto de los Olivos; Jesús Nazareno; La primera caída de Jesús, Jesús muerto en el Calvario; Jesús muerto en el sepulcro; Cristo de la Buena Muerte, Jesús Resucitado. Entre todos vuestros “pasos” se teje cada año en Béjar ese profundo misterio ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración.
Y, como no podía ser de otro modo, en cada una de las escenas de la pasión bejarana, va siempre la Madre, cercana, compañera y corredentora: Misericordia le llamamos a la que refleja en su corazón los sentimientos del corazón de dios que son los mismos que alberga el corazón de su Hijo; Angustias a la que comparte con su Hijo la espera ya cercana de la muerte y muestra el sufrimiento de todas las madres ante el dolor de sus hijos. Mientras lleva el cuerpo de Jesús en su regazo; Soledad a la que como su Hijo, pero ella espiritualmente, es grano de trigo que se fecunda en el silencio de la tierra, en el silencio del sepulcro. Y juntos, Madre e Hijo, aparecen ante nosotros en la hermosísima Piedad, imagen del gran escultor, en la que Jesús lleva para nosotros en su corazón traspasado un precioso regalo. El agua y la sangre, convertidos en el amor y la vida de la Eucaristía.

Cada uno de vuestros pasos va mostrando, día a día, en su representación iconográfica, los momentos más señalados del proceso a Jesús. Y todo transcurre, entre el silencio y la fe, por estas calles de Béjar, que mucho saben del amor misterioso de Dios. Cada año queda en vuestra ciudad la esencia de ese Misterio. Todo queda impregnado por el olor y el sabor de la gracia que destila la Pasión. Muerte y Resurrección de Jesucristo. A todos los rincones llega la mirada salvadora de Jesús y la ternura de su Madre. Y todo porque los desfiles procesionales son una oportunidad para el encuentro, para el cruce de miradas, para el intercambio de problemas, para el atisbo de esperanzas y quién sabe si no pueden ser también la oportunidad buscada para un cambio de vida.

LA PASIÓN EN LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS
De todos es sabido que las imágenes sagradas transcienden su propia expresión, que su belleza no depende sólo de la inspiración del artista que las ha esculpido o de aquellos que las engalanan o las muestran. Es verdad que todas tienen el maravilloso toque de gracia que el Espíritu Santo pone en el corazón y en la mano que las trabaja; pues en cada artesano hay una chispa divina. Pero el Autor divino de la belleza quiere que sea más bien la mirada de nuestro corazón la que haga bellas a cada una de las imágenes que veneramos. La imagen que no termina por ser amada por la devoción sencilla de los creyentes, no pasa de ser una pieza de museo. A las imágenes las hacen bellas nuestra contemplación de amor y fe.

Quiero también recordar que la Pasión, cuando sale a la calle, ya lleva la belleza del gesto litúrgico, manantial de gracia y amor de dios y de la fe de quienes han participado en la celebración de una misteriosa pero real experiencia del misterio. El Jueves Santo se actualiza la Cena del Señor con sus apóstoles, como un anticipo incruento de su sacrificio redentor. En la Palabra que se proclama se evocan los prolegómenos de amor que Jesucristo quiso vivir con sus apóstoles. En aquella cena íntima se condensa toda la ternura del Hijo de Dios, que se muestra a los suyos en toda su verdad: como el Servidor que salva desde el amor. Y todo se actualiza cuando, como Jesús, el sacerdote pronuncia las palabras de consagración sobre el pan y el vino.

Pero también en la cena pascual de Jesús da el primer paso de su pasión en el bocado de afecto que compartirá con Judas. Gesto que le será devuelto más tarde en Getsemaní con un beso traidor. El bocado y el beso son el detonante de un Viernes Santo que concluirá en la cruz y que nosotros celebramos en el silencio y la austeridad orante de nuestros templos, en los que la Pasión según san Juan sonará como un acontecimiento muy actual y personal para cuantos se reúnen en la escucha de la Palabra, en la oración a Dios por todas las necesidades del mundo y en la adoración de una cruz que para los cristianos tiene la verdad y la fuerza de ser un árbol de vida.

LA PASIÓN EN LOS EVANGELIOS
Pero nuestro acercamiento a la Pasión quedaría incompleto y quizás incluso le faltaría su misma esencia, si no nos acercáramos a la memoria viva que los evangelistas recogieron de los testigos de los hechos, como Marcos y Lucas, o de su misma memoria espiritual, como Mateo y Juan. Les recuerdo que los Evangelios son lugar de encuentro cálido y originario con el Señor para aquéllos que se acercan a toda la aventura de su vida y especialmente a su pasión. En realidad para conocer a Jesús hay que entrar necesariamente en su pasión. Se ha dicho que los relatos evangélicos no son otra cosa que historias de la Pasión con una introducción particular (M. Kàhler). De todos es sabido que los Evangelios son un regalo maravilloso de un Dios locuaz y amigo, que ha querido hablar con nosotros en esos relatos salvadores en los que aletea el Espíritu de Dios.

Acompáñenme, vean, sientan, amen y recen, si pueden. Les contaré la Pasión, con el trasfondo de los relatos evangélicos, pero sólo espiando a algunos de los que acompañan a Jesús en su Pasión. Pero sean meros espectadores. Les animo a ser interactivos desde el corazón y reaccionen ante las actitudes que vean en ellos. Empezaremos por los apóstoles. Estos eran los que estaban más avisados de lo que iba a suceder. Sin embargo, hay que reconocer que todos ellos andaban un poco en babia. No acabaron de creerse lo que el Maestro les había dicho: “Ya sabéis que dentro de dos días se celebra la fiesta de la Pascua, y el Hijo del hombre será entregado para que lo crucifiquen” (Mt 26,2). A pesar de los avisos y del aire de despedida que Jesús le dio a la Cena Pascual, no tomaron conciencia de la gravedad del momento; y por eso les cogió desprevenidos. Hasta Pedro, Santiago y Juan, a los que acercó un poco más a la intimidad de sus sentimientos, fueron incapaces de darse cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir, y dormían, en lugar de vigilar y orar, como les pedía Jesús. No fue desdén ni traición, pero sí un adormilamiento inconsciente, por una pobre tensión en el afecto, lo que les llevó a no estar a la altura de la cálida compañía que en aquella hora de Getsemaní necesitaba Jesús.

Lamentablemente, sólo Judas está alerta. El hijo de las tinieblas es más sagaz y hasta más lúcido. Él no duerme, vigila, prepara su golpe y consuma la traición sin ningún pudor, se atreve hasta a envenenar el beso, su respuesta al amor que en la cena, e bocado amoroso, recibió de Jesús. Judas, en el camino de la traición, se muestra fiel a sí mismo y sin titubeos. Sólo, una vez consumada ésta, vacila y sucumbe, porque nadie resiste el poder del amor. Jesús le miró con amor, a pesar de su beso traidor. La pena es que Judas eligió el peor camino, el que hace imposible el arrepentimiento: no volvió a  mirar de nuevo al rostro de Jesús, en el que hubiera encontrado perdón; prefirió mirarse a sí mismo, y vio sólo su indignidad. Se quiso arrepentir, pero no logró creer en el perdón; y eso lo convirtió en hijo de la perdición.

Los notables del pueblo, los poderes religiosos, los sumos sacerdotes, fariseos y escribas, los que dirigen todo entre bastidores, se mueven siempre en el equívoco y en la ambigüedad religiosa. Estos habían hecho de la religión un instrumento a su antojo y así era imposible que acogieran la novedad de aquel que viene y se muestra como el Hijo de Dios. Al contrario, se sienten en la obligación de perseguirlo y hasta de eliminarlo. Y con ese fin justifican cualquier medio, aunque ese sea la muerte: “es conveniente que un hombre muera por el pueblo”.

Ante la sutil crueldad de ese argumento, hasta el pueblo claudica. Para dar la impresión de que no son ellos los que deciden y para tener una coartada, por si hay que utilizarla en el futuro, los poderosos se amparan en la gente sencilla y manipulan su buena fe, que es su mejor tesoro. La demagogia de los jefes ha conseguido que abofeteen a Jesús y que grite: “Crucifícale”. En ese cultivo pretendidamente religioso, es donde tiene lugar el prendimiento, el juicio y la pasión de Jesús.

Herodes y Pilatos entran en escena por su rol social y político, pero Jesús no es su asunto. Herodes, como un payaso –ese es su papel-, no lo toma en serio; y Pilatos se lava las manos, para darle nombre a la conducta de aquellos que se desentienden de los seres humanos, en cualquier momento y circunstancia de su vida, ya sean concebidos no nacidos, o niños indefensos y con hambre, o mujeres maltratadas, u hombres y mujeres sin trabajo ni esperanza, o ya sean ancianos o enfermos con derecho a la vida hasta el último aliento de una muerte natural.

En ese clima de desconcierto, mentira y crueldad, también cada uno de los personajes secundarios que intervienen en la Pasión cumple el papel de comparsa y coopera a aquella situación injusta: los soldados aprovechan el entretenimiento que les ofrecen y ejecutan en todos sus detalles la humillación de Jesús: flagelan, coronan de espinas, se burlan, le despojan de su dignidad, le dan a beber hiel y vinagre y le traspasan el corazón… Y hasta uno de los ladrones con los que fue crucificado, blasfema contra Él.

Sin embargo, no todos se dejaron llevar por esa dinámica de odio y muerte. En el entorno cercano a Jesús, algunos gestos quedan en buen lugar a la condición humana: el llanto de las mujeres de Jerusalén, la Verónica que enjuga su rostro, en un gesto voluntario de consuelo, y la ayuda involuntaria de Simón de Cirene, ese pobre hombre del pueblo que hizo el bien sin conciencia de lo que hacía.

También estaban entre la multitud algunos conocidos, como José de Arimatea o Nicodemo, ambos desafiando al régimen y a la opinión pública, y estaban las mujeres que le habían acompañado desde Galilea, para cuidarle, y que con seguridad le ofrecieron su solidaridad y apoyo. La presencia de los más cercanos e íntimos, como María la de Cleofás y María Magdalena, fueron su bálsamo en el dolor; y, sobre todo, lo fue el seguimiento incondicional del discípulo amado, Juan, que estaba donde tenía que estar, a su lado, probando que era capaz de beber con el Maestro el mismo cáliz. Por eso Jesús le eligió como primer destinatario de la maternidad de María y él acogió para todos nosotros el amor maternal de la Virgen. Y ya al final, antes de que el misterio llegue a su hora definitiva, el Buen Ladrón se arrepiente y pide la vida nueva; y también el Centurión ve la mano del Padre y confiesa que Jesús “verdaderamente es el Hijo de Dios”. Son los primeros éxitos de la Cruz.

Y les recuerdo que también nosotros estamos allí. “Me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20), nos recuerda San Pablo; y también así lo dijo el profeta Isaías (53,4-7): “Él soportaba nuestras culpas… el castigo que nos devuelve la paz cayó sobre él. Sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes… y él voluntariamente se humillaba y no abría la boca”.

ANTE LA CRUZ CON MARÍA
La más íntima, la más cercana, la más sólida aliada en este trance de la pasión, por dolor y por amor, fue su madre. Ella puso a su disposición lo que tenía que poner: un corazón en el que cobijarse antes de morir y un regazo en el que reposar al bajar de la Cruz. Y antes y después, puso piedad, mucha piedad. Y esta Madre peculiar ofreció en la pasión, sobre todo, mucha fe. Porque, si ella engendró a su Hijo en su corazón creyente antes que en su vientre, también ahora es ella quien lo pone en manos del Padre con una filial confianza en su voluntad. Junto a la cruz, la Virgen adora y confía.

María nos enseñará a comprender que en la cruz está “un Dios humanado” (San Cirilo de Jerusalén); el Dios del amor por el mundo, un amor elegido y aceptado; el Dios que sufre con quien sufre y, desde su Hijo crucificado, interviene en nuestro favor en la Cruz de Cristo. La Cruz proclama la Buena Noticia de la muerte de Dios para que el hombre viva la vida inmortal. La cruz en verdad está hecha a la medida de la condescendencia, de la infinita condescendencia de Dios: está lo suficientemente elevada y lo suficientemente cercana, para que el amor divino acompañe al dolor humano y lo transforme. En el Redentor elevado en la Cruz, clavada en la tierra, Dios Padre está con Él y con nosotros. Como decía Maritain: “Si los hombres supiesen que Dios sufre con nosotros y mucho más que nosotros por todo el mal que asola la tierra, muchas cosas cambiarían sin duda, y muchas almas serían liberadas por esa verdad del corazón de Dios”.

Es evidente que la cruz tiene otras lecturas y otras miradas: es ignominia, es tortura, es indignidad, es reproche permanente a una humanidad que no quiere entender el perdón. Pero todo eso queda empequeñecido por una visión que probablemente sea sorprendente y absurda para quien no tenga la lógica de Dios pero que, para los que la llevan en su alma es la razón de su vida: la cruz es causa de nuestra salvación. En la cruz Jesús ha tomado sobre sí los pecados del mundo. Y hay que insistir siempre en ello: todo por amor.

Jesús sufrió y murió libremente por amor: “nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos” (Jn 15,13-55). Jesús se manifiesta en la cruz como el que por amor atrae y salva. Ese es también el gran atractivo de la cruz que nosotros cantamos con profunda adoración en el oficio litúrgico del viernes santo: “Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo, venid a adorarlo”.

Para que esa adoración sea más nuestra, más bejarana, el cuerpo crucificado y la forma de la Cruz van a ser las de El Cristo de la Vera Cruz, el de la Buena Muerte o el del Calvario; los tres recogen el momento supremo en el que Jesús se prepara para la muerte. Estando a solas con él, cara a cara, vida a vida, escuchemos atentamente lo que nos va diciendo. Pongamos especial atención a sus últimas siete palabras. Palabras con sentido, dice de ellas Benedicto XVI, a quien vamos a seguir, al comentarlas. (“Jesús de Nazaret 2”).

LAS SIETE PALABRAS
La primera palabra es de perdón, y pertenece, por tanto, a la esencial del Evangelio. Jesús está ofreciendo el perdón que había proclamado en el Sermón de la Montaña. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Detrás de tanta ignominia, Jesús, que conoce los corazones en su más íntima verdad, ve en cuantos cooperan en su muerte más que nada la ignorancia. Por eso, no sólo no condena, sino que abre la puerta a la conversión; porque la ignorancia aceptada elimina la culpa.

La segunda palabra es también una puerta a la esperanza. “En verdad, en verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43). El buen ladrón, más allá de la burla de su compañero, ha sido capaz de ver en Jesús, a pesar de estar en la cruz sin poder, al verdadero Rey. Y Jesús, que sabía que podía prometer el paraíso de la comunión con Dios, le ofrece la verdadera salvación del hombre, le ofrece la certeza consoladora de que, incluso después de una vida equivocada, la misericordia de Dios puede llegar, aunque sea en el último instante.

La tercera palabra es para su Madre. “Madre, ahí tienes a tu Hijo, hijo ahí tienes a tu madre” (Jn 19,26-27). Se trata de un gesto totalmente humano del Redentor cuando está a punto de morir: no quiere dejar sola a su Madre y le da un hijo y un nuevo hogar en el corazón de Juan. Pero también es un gesto divino, porque Jesús sabe que de este modo está situando a María como madre espiritual, como Madre de la Iglesia.

A la hora nona Jesús exclamó con voz potente su cuarta palabra: “Dios mío, dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46; Mc 15,34). ¿Qué significa este grito? Jesús recita el Salmo 22, en una oración de intimidad con su Padre y lo hace en solidaridad con todos los seres humanos. No es un grito de cualquier de abandono. Esta oración tiene entrañas de redención: Jesús lleva ante el corazón de Dios el grito de angustia del mundo atormentado y dolorido por la ausencia de Dios. Jesús asume así el clamor de los que se sienten desamparados y lo transforma. En esta oración el Hijo tiene la certeza de que será escuchado, de que habrá respuesta divina de salvación para los hombres.

“Tengo sed” es su quinta palabra. (Jn 19,28). Jesús es el justo que sufre, que tiene sed. Los que le escuchan le dan lo que estaba previsto. Se cumple así el salmo 69: “En la sed me dieron vinagre”. Pero si escucháramos esta necesidad en clave espiritual y dirigida a nosotros, Jesús nos diría: tengo sed de vuestro amor. En realidad ese es el fruto que cabría esperar de las criaturas de Dios. Sin embargo, cuántas veces nuestra respuesta al amor solícito de Dios es un corazón agrio.

Para Juan, la última palabra de Jesús es: “Todo está cumplido” (Jn 19,30). Jesús amó a los suyos hasta el extremo. Este es el cumplimiento al que se refiere esta sexta palabra: Jesús ha realizado el amor de Dios hasta el final, hasta el límite, hasta más allá del límite, más allá de su muerte. Y Jesús murió orando en la hora nona. En Lucas, su séptima palabra está tomada del salmo 31: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

¿DÓNDE ESTABA DIOS?
Aunque estemos sobrecogidos por estas palabras que son siempre fuego divino que hace arder nuestro corazón, ahora hemos de preguntarnos: ¿Dónde estaba el Padre de Jesús, nuestro Dios, cuando todo esto sucedía y cuando escuchaba a su Hijo? En la Cruz, el Padre se acercaba a toda la miseria humana que se había crucificado en su Hijo, a todas las víctimas, a todos los culpables, porque a todos ofrecía amor y salvación. Porque Dios no contempla sin compartir el dolor y la debilidad de los seres humanos. En la Cruz estuvo más cerca que nunca de los desposeídos de dignidad y mostró toda la parcialidad de su amor hacia los pobres.

Es más, el Dios-amor, solidario con el dolor de su Hijo y con el nuestro, no se estaba con los brazos cruzados, sin hacer nada. Como decía un gran teólogo español, muerto prematuramente, Juan Luis Ruiz de la Peña: “Si Dios es quien dice ser, si Dios es el amigo fiel del hombre, si Dios ha creado al hombre para el amor y para la vida, Dios no puede ser vencido por la muerte, ni puede contemplar impasible la muerte de su amigo”.

EL ÁRBOL DE LA VIDA
En efecto, Dios estaba ocupado en su nueva creación. En su solidaridad paciente con su Hijo Crucificado, el Padre trabaja ya la nueva vida con sus manos creadoras. Así lo hemos entendido siempre los cristianos, que hemos visto en el árbol de la Cruz el árbol de la vida y la salvación. El gran pintor Masaccio, uno de los pioneros del renacimiento, remata la Cruz, en uno de sus cuadros, con un árbol, símbolo de la Resurrección. Evoca de ese modo el árbol de la vida del paraíso. Como escribía el Cardenal Martín: “El hombre fue creado el viernes por la tarde y Jesús muere el viernes por la tarde. Hay una remodelación del hombre a partir de la muerte de Jesús” (Martini: La belleza que salva).

Ese es en realidad el desenlace de todos los hechos que contemplamos en la Pasión; aunque hay que esperar aún el paso por la tumba. El sábado santo es en realidad el tiempo en que muere el hombre viejo y nace una nueva humanidad. El grano de trigo, tras haber pasado tres días por la tierra, creció como espiga enamorada, bajo la tierna mirada de su amante y entre ambos le dieron vida al amor. En el paso por la tumba nueva, excavada en una roca del Calvario, el Padre, el Hijo y el Espíritu renuevan su intimidad. Y de esa vida divina, en la que también estuvo la carne humana de Jesús, nació el cuerpo nuevo del resucitado y el hombre nuevo que somos por nuestro Bautismo, tras pasar por la muerte y la resurrección de Jesucristo.

Para aproximarnos mejor a lo que para nosotros ocurrió en la tumba en esos tres días, les cuento una bella historia que leí en algún lugar. El gran director de cine Cecil Blount De Mille se encontraba un día leyendo en una canoa sobre un lago, y observó a un pequeño gusano que subía trabajosamente por el costado de la barca. Le siguió sus movimientos con la vista, hasta que el animalito se quedó quieto. Mientras tanto, el director se ensimismaba en su lectura. Bastante tiempo después, volvió a mirar a la larva y se quedó admirado: la piel del animal se había abierto y de ella salía primero una cabeza, luego unas alas y, por fin, la cola. Era una libélula que echó a volar al viento, en libertad. De Mille tocó cuidadosamente la cáscara seca de la piel y escribió: “Ya no es más que una tumba”.

LA PASCUA TODO LO ESCLARECE
Estoy convencido de que a ninguno de ustedes se le ha ocultado que nuestra memoria de los hechos está impregnada por la fe en Cristo Resucitado. La Pascua todo lo esclarece: la espera encuentra su meta, las dudas se despejan, el misterio se desvela, y hasta el dolor queda teñido por la esperanza. La pascua le da a todo una tonalidad más luminosa y feliz. De hecho, los acontecimientos de la Pasión del Señor se ven con otra luz en la compañía de Aquel que tras dejar la tumba “va por delante de nosotros a Galilea” (Mc 16,6-7). Un cristiano, en el lado de la pasión, siempre ha de vislumbrar algo de la luz pascual; y en el lado de la resurrección, siempre ha de ver la silueta de la cruz, pues el Señor resucitado lleva eternamente las huellas de los clavos en su cuerpo glorioso. Sólo se siente la fascinación de la cruz en la experiencia del misterio pascual.

De ese nuevo modo de ver dan testimonio los discípulos de Emaús: ellos recorrieron personalmente con el Resucitado el misterio de la Pasión y, por su compañía y sus palabras, pasaron de la oscuridad a la luz y de desencanto a la esperanza.

Les invito entonces a situarse ya en el clima de la madrugá de la Pascua, y les pido que escuchen las palabras del ángel de la tumba vacía: “¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado” No está aquí. Ha resucitado. Él va por delante de vosotros a Galilea” (Mc 16,6-7). Mientras no sintamos el gozo, este anuncio, que nos traslada de la incertidumbre a la certeza, de la angustia a la alegría, de la desilusión al entusiasmo, no habremos entendido nada de lo ocurrido en los días anteriores. Para que así ocurra, les invito a que reposen su mirada en el Resucitado y en el consuelo gozoso de Nuestra Señora de la Misericordia. Con ellos dos habrá sintonía de Aleluyas.

Este encuentro sucederá una vez que ya todos nosotros hayamos resucitado con Cristo en la celebración de la Vigilia Pascual, la joya de todas las celebraciones litúrgicas. La Vigilia Pascual es una preciosa y evocadora celebración, con la que la Iglesia ha sabido engalanar esa bendita noche con signos que evocan que Jesús es la respuesta a todas nuestras necesidades, inquietudes y deseos. Por el fuego, la luz, la palabra y el agua, se simboliza el paso de la noche al día, de la oscuridad a la luz, de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida, del pecado a la gracia.

Del mismo modo que Pablo dijo que, si Cristo no hubiera resucitado vana sería nuestra fe, sin la noche de pascua, celebrada en la alegre experiencia de las comunidades cristianas, la pasión se quedaría en el oscuro silencio y en la eterna duda de problemas no resueltos. Por eso la Pascua es la noche en la que se nace y se renace, es la noche de la identidad, en la que se desvela en plenitud el misterio de Cristo y su destino y en la que se esclarece el misterio del hombre y su futuro. Toda la experiencia cristiana se concentra en ese momento y en ese acontecimiento único, el de la resurrección de Jesucristo. “Sólo si Jesús ha resucitado ha sucedido algo verdaderamente nuevo que cambia al mundo y la situación del hombre” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret 2).

EPÍLOGO
Hasta aquí el pregón.

Amigas y amigos: Ahora me van a permitir una nota aclaratoria. Sé que éste no ha sido un pregón al uso. Pido perdón a todos los que se hayan decepcionado por no haber sido fiel al género literario que se espera de una intervención como ésta. Posiblemente tendría que haber evocado el engarce de cada uno de vuestros desfiles procesionales, uno a uno, día a día, con el paisaje de esta bella ciudad, cofre de tantos sueños, recuerdos, alegrías y sinsabores, a lo largo de su dilatada y fecunda historia. Tendría también que haber traído a este salón el color, olor y sabor que se perciben en el ambiente en los días santos que nos esperan. Y quizás tendría que haber descrito la belleza y armonía de vuestros pasos.

¿Y saben por qué no lo he hecho? Voy a ser sincero, quizás porque no haya sabido hacerlo; pero también les digo que no lo he hecho porque les hubiera suplantado. Ese canto de la Semana Santa de Béjar lo hacen ustedes cada año al vivirla con intensidad religiosa. Muchas gracias por su atención y que Dios Nuestro Señor, Padre, Hijo y Espíritu Santo les bendiga siempre.